Una historia cualquiera

Una historia cualquiera

Hoy me vas a permitir que te cuente una historia, quizás real, quizás inventada. Igual te resulta un poco larga y poco interesante. Tampoco soy yo un gran escritor, pero me apetecía hacer esto. También me vas a perdonar que hoy no haya cositas de Málaga ni recomendación. Además, la imagen, creo que por primera vez, no es mía. Está generada mediante Inteligencia Artificial porque es la mejor forma que he encontrado de ilustrarlo exactamente lo que quería contar.

Espero que no te moleste y que te interese esa pequeña historia de una tarde de domingo.

Apagado o fuera de cobertura

Hacía ya tiempo que lo de hablar por el móvil con alguien era una utopía. No obstante hizo un último intento por llamar a Clara por si podía confirmar que estaría en casa a la hora acordada. Habían quedado el viernes cuando recogió a su nieto en llevarlo de vuelta a casa el domingo sobre las 7 de la tarde pero, tal como estaba la cosa, cualquier imprevisto había podido ocurrir.

Hizo la llamada pero el teléfono marcado seguía apagado o fuera de cobertura. Cualquiera de las dos opciones podía ser correcta. Podían estar caídas las redes en la zona o podía llevar horas sin electricidad y haberse quedado sin batería.

Entró en el WhatsApp y ahí seguían los mensajes con sólo un check. Desde la noche del sábado no recibía ningún mensaje. En esa insistencia irracional que tenemos los humanos volvió a escribirle. Igual ese último mensaje hacía que todos los demás entrasen de golpe.

Salgo para allá. Llego en media hora. Llámame si hay alguna cosa y prefieres que me lo quede unos días más y que no vaya al cole.

Un check. Esperó unos segundos pero nada, el otro no aparecía. Efectivamente seguía apagado o fuera de cobertura. Pues nada, a seguir con los planes. Es lo que se había hecho toda la vida cuando no existían los móviles. Quedábamos cuando nos veíamos en un día y una hora y allí nos estábamos. No era necesario confirmar cada media hora ni andar mandando mensajes en plan “salgo en 5 minutos”, “En camino”, “Estoy aparcando”,…

En marcha

Avisó a Mario para que cogiese su mochila, se montaron en el coche y pusieron rumbo a casa de Clara. El niño, convenientemente sujeto en la parte de atrás, jugaba con el viejo móvil que le había regalado su madre hacia unos meses. Por supuesto sin conexión a internet, teléfono ni nada similar, pero para Mario era la puerta a un montón de pequeños juegos infantiles llenos de color y sonido que Clara le había instalado.

Juan no era muy partidario de que su nieto estuviera enganchado a la pantalla todo el día, aunque Clara le insistía en que lo tenía controlado y sólo era en momentos puntuales como premio y, sobre todo, como premio para ella. Las cosas estaban ya demasiado complicadas y criar a un niño ella sóla se le hacía demasiado cuesta arriba. A veces, cuando el día había sido demasiado duro, lo cual ocurría demasiado a menudo últimamente, en lugar de pasar un rato jugando con Mario le daba el móvil.

Él era feliz en su mundo de colores y sonidos estridentes y ella era feliz con su copa de vino en su sofá viendo algunos vídeos estúpidos en el móvil, hablando con alguien por WhatsApp, escuchando algo de música o simplemente cerrando los ojos. La culpabilidad a veces le asaltaba, pero el cansancio era mas fuerte y, al fin y al cabo, Mario era feliz así.

Pese a no ser lo ideal, Juan la entendía. Eran tiempos duros y cada vez que podía, para intentar darle algo más de contacto humano a su nieto, se lo llevaba el fin de semana. Disfrutaba de la compañía de Mario, le obligaba a activarse físicamente y su nuera podía disfrutar de unas horas de tranquilidad para intentar hacer como que todo estaba bien. Solía quedar con algunas amigas aunque muchas veces simplemente encendía en la tele y buscaba cualquier cosa que la entretuviera. Era más que suficiente para ella.

Por supuesto, siempre lo hacían en fines de semana en que libraba porque desde que su hijo estaba en el frente, Clara había tenido que buscar pequeños trabajos para arrimar un poco más de dinero a casa. Lo poco que había era mucho más caro y no se trataba de tener lujos sino de no pasar mucha penalidad.

Rutinas

Juan no sabía exactamente si su hijo se había alistado o si le habían reclutado. Nunca preguntó y nunca le dijeron. En realidad nunca hablaban de eso de la guerra, aunque estuviera presente cada día. Veía pasar junto al coche algunos vehículos militares y ya apenas le llamaban la atención. No podía evitar mirar las caras de esos jóvenes para ver si identificaba a su hijo, pero por ahora no había tenido suerte. Todos eran jóvenes. Los mayores como él no eran admitidos ni llamados y los que tenían algo que ver con aquella guerra debían estar en sus despachos haciendo grandes planes y moviendo esos vehículos como si dentro no hubiera seres humanos.

Las melodías que salían del móvil de Mario cambiaban de vez en cuando. Juan suponía que cambiaba de juego, y esas machaconas melodías las agradecía para no escuchar el sonido de las sirenas anunciando nuevos ataques, ni las ambulancias. Se había acostumbrado también, como todos, a ese sonido. Ya apenas hacían caso. Los primeros días, cuando sonaban esas sirenas que nadie había visto nunca que estuvieran en todas partes, todos corrían a sitios seguros, tal como les habían indicado.

Estaciones de metro, parking, centros comerciales… Se iba convirtiendo en rutina, pero nunca pasaba nada. A ellos claro. Cada día alguien les contaba que fulano, mengano o zutano se habían quedado en la calle, que si la mujer había perdido una pierna, que si su vecina se había muerto… pero ellos seguían inmunes.

Un grupo de soldados tocó el claxon y les sacaron de sus respectivas ensoñaciones. Juan y Mario miraron asustados y vieron a uno de esos grupos de chavales saludando alegremente a Mario. El sólo esbozó una leve sonrisa y se volvió a concentrar en su móvil. El soldado que conducía, si se podía llamar soldado a ese joven que puede que no tuviera edad ni para tener el carné de conducir en tiempos de paz, sonrió a Juan y levantó una botella de cerveza en señal de brindis. Juan levantó la mano para saludarle y le sonrió. Tiempos extraños.

Esqueletos

A medida que se acercaban a casa de su nuera, iba viendo como las columnas de humo esta vez estaban bien cerca. Parecía que esta vez el susto había sido gordo, era normal que no funcionaran los teléfonos porque seguro que todo el barrio estaba sin electricidad. Lo más probable es que las antenas de telefonía estuvieran fuera de servicio. Ya se habían acostumbrado pero, aún así, se hacía difícil a veces y el corazón se encogía cuando no recibían respuesta.

A cada metro que avanzaban, su corazón se iba acelerando. Aquellas columnas de humo no parecían estar cerca del edificio hacia el que se encaminaba, parecía salir de allí mismo. Ni siquiera se dio cuenta que iba acelerando el coche al ritmo de su corazón. Ya no había duda, el humo procedía del edificio, o al menos de la calle, donde vivían Clara y Mario.

Fue girar la última esquina tras la cual debía ver ver el edificio de 6 plantas y quedar totalmente noqueado. Ni siquiera frenó el coche. Solo podía ver esa columna de humo que salía de de lo que quedaba del edificio. Apenas 4 de las 6 plantas, totalmente en ruinas y sin ninguna pared, sólo se veían las vigas y los huecos por los que se intuían lo que habían sido los dormitorios de las viviendas. Alguna cama, algún ropero, pero sobre todo cascotes de todos los tamaños sepultándolo todo.

Un claxon le devolvió al coche otra vez y vio que había estado a punto de golpear a un vehículo que venía en dirección contraria. Frenó en seco y notó como el cinturón le sujetaba al asiento mientras por su lado pasaban la mochila y el móvil de Mario como proyectiles. Por suerte el niño estaba bien sujeto al asiento y, como él, no se movió.

El susto le hizo estallar en lágrimas pero Juan ni siquiera le escuchaba. El móvil seguía sonando en el suelo y la gente se arremolinó alrededor del coche a ver como estaban. Alguien cogió al niño y le tranquilizó. También sentía a su alrededor voces que le preguntaban cómo estaba, pero el apenas escuchaba ruido de fondo, con la mirada fija en el edificio.

Hogar

Se quitó el cinturón, sin hablar con nadie, salió del coche y caminó unos metros hacia el esqueleto de lo que el viernes pasado era un gran edificio. Veía la cama, perfectamente hecha, donde dormían Clara y su hijo en la primera planta, llena de polvo y escombros, pero vacía. Bajo los escombros se veía la cama perfectamente hecha, con su manta alineada y los cojines perfectamente centrados. Curioso que la onda expansiva los hubiera respetado. Al menos Clara no estaba ahí durmiendo cuando la pared cayó sobre la cama.

No paraba de pensar en todas las posibilidades del mundo. Donde estaría su nuera. Algunos fines de semana quedaba con su vecina de la última planta. ¿Estaría allí? ¿Cómo podía enterarse de algo? ¿A quien preguntar? ¿Que haría con su nieto? ¿Como se lo iba a decir a su hijo?. A cada pensamiento las fuerzas se le iban debilitando y de alguna manera consiguió dejarse caer sobre sus rodillas y no derrumbarse del todo.

Sus pensamientos no paraban de pensar en su hija, en la vecina, en el vecino que vivía enfrente, en la tienda del bajo, en los niños que solían jugar en el parque que estaba justo enfrente, en los cientos de edificios en ese estado que veía a diario sin pensar en que no eran edificios sino hogares. Gente dentro, vidas, historias. ¿Tendrían todos abuelos o hermanos que les pudieran acoger?

Ese esqueleto era muchas historias que se habían visto truncadas por un maldito misil, dron o lo que hubiera sido. Algo lanzado desde cientos de kilómetros por alguien que no conocía a su nuera pero que acababa de terminar con su vida.

Era incapaz siquiera de llorar, estaba totalmente sobrepasado y sólo miraba el humo hasta que sintió un pequeño abrazo. Mario intentaba abarcarle con su pequeño cuerpo. Pensó que pretendía consolarle pero notaba que hacía algo de fuerza para intentar levantarle.

Abuelo, vamos con mamá

Juan miró a Mario, sin saber como iba a empezar a explicarle lo que estaba viendo. Que no tenía ni idea de donde estaba su madre ni en qué estado. Que ya no iba a poder volver a hacer los deberes en esa mesa de Mickey Mouse que tenia en el salón. Que iba a tener que volverse con él a la pequeña y fría casita de las afueras y alejarse de sus amigos. Que lo del cole iba a estar complicado porque no sabía si podría traerle todos los días.

Mario le soltó, miró en dirección al parque donde habían quedado con su madre y gritó: ¡Mamá!

Allí estaba Clara. En el parque donde habían quedado el viernes anterior, a la hora acordada. Como en los viejos tiempos. Un sitio y una hora y allí estaba. Juan vio como esa cara se iluminaba y comenzaba a correr hacia ellos sin parar de gritar el nombre de Mario una y otra vez.

Le abrazó tan fuerte que el niño comenzó de nuevo a llorar. No de dolor, sino de desconcierto. Clara no paraba de llorar de alegría, miraba a hijo y a su suegro constantemente. Extendió la mano hacia Juan para ayudarle a levantarse y que se uniera al abrazo.

Fue entonces cuando Juan comenzó a llorar. Nada importaba ya. Ahí estaban abrazados los tres. Todo lo demás, lo solucionarían.

Moraleja

Veo estos días muchas imágenes de la guerra en Ucrania y esas estampas de ciudades destruidas, casas convertidas en escombros, carreteras que no son más que un cráter tras otro. Imágenes “preciosas” de dron, que es lo que está de moda. Algún cadáver suelto, y creo que ninguno pensamos ya en lo que estamos viendo.

Estamos viendo lo que eran hogares de gente que no sabemos donde estarán o si estarán, estamos violando una intimidad y un dolor de gente en pos ¿de qué? ¿información? ¿Concienciación? Ya estamos saturados, llevamos años viendo cosas así y a todo nos acostumbramos. Vemos eso mientras terminamos la cena o el almuerzo y no pasa nada.

Y sí que pasa. Detrás de todo eso hay historias. Personas. Pero ya sólo vemos imágenes vacías. Algo no estamos haciendo bien.

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.