El Comité – El Joyero

El Comité – El Joyero

Martes, 4 de Julio de 1961

No sé si Berlín es un barrio de porteras donde cualquier rumor corre como la pólvora, si es que en el fondo mantenemos el espíritu de pueblo pequeño pese a ser una ciudad enorme o si es que hay asuntos que tienen que difundirse si o si porque en realidad afecta a todo el mundo y todos se preocupan. Pensaba que soy yo quien está un poco paranoico con todo lo de El Comité pero la gente no sólo sabe que el proyecto del muro existe, también sabe de la existencia del Comité y de mi pertenencia a él porque el joyero ha tenido esta tarde muy poco pudor en intentar sobornarme.

Creo que me quedo con lo de que Berlín es muy pequeño. Hace nada que pasé frente a esa joyería en Bernauer donde compré el collar cargado de culpa a Heidi y me quedé pensando sobre su futuro tras la construcción del muro. Donde quedaría, etc. No hace nada. Y precisamente hoy me encuentro con el joyero que regenta el establecimiento. Bernard. Hoy he aprendido su nombre y no creo que se me olvide. Y digo mal con lo de que me lo he encontrado, él me ha buscado y me ha encontrado. No sé exactamente cómo pero lo ha hecho. Allí estaba yo tomando esta tarde una cerveza en el bar que hay frente a casa cuando ha aparecido por la puerta.

Me he recordado porque hace nada que le vi mientras paseaba por Bernauer y miré la joyería. Su bigote un tanto pasado de moda con las puntas girando hacia arriba y su pelo perfectamente colocado hacia atrás con toneladas de grasa le hacen inconfundible… una vez que le has visto. Seguro que hace 2 semanas como mucho me hubiera sonado remotamente su cara. Dio un vistazo al bar y al encontrarme con la mirada me saludó. Ni tan siquiera se molestó en disimular. Vi claramente que había entrado a buscarme. No soy un hombre con esas costumbres, es raro encontrarme una tarde de martes tomando una cerveza en un bar pero si es cierto que cuando las tomo casi siempre es ahí. No es que sean especialmente buenas ni el bar sea un dechado de originalidad o estilo. Sencillamente está cerca de casa y si el calor aprieta y apetece no es un mal lugar. Echo de menos que tenga terraza pero tampoco suelo estar demasiado tiempo.

No sé si es la primera vez que me buscaba y acertó o ya había venido más veces pero la cuestión es que esta tarde ha dado conmigo. Recorrió el bar con seguridad hasta llegar a mi lado. Me levanté a saludarle. Me dio la mano, se presentó y se sentó directamente a mi lado. No sé molestó en presentarse como el joyero de la calle Bernauer. Me saludó amablemente se presentó por su nombre y me preguntó si podría acompañarle, que tenía algo que comentarme y prefería hacerlo en privado.

No tengo problemas con ese tipo de invitaciones. A veces viene de gente desconocida, otras de compañeros, amigos de compañeros, amigos de amigos de compañeros… Hoy en día todo el mundo busca algo y no duda en pegar a todas las puertas que tenga al alcance de su mano. Le dije que sin problema y apuré el último trago de cerveza. Saqué la cartera para pagar y me pidió que le dejara invitarme. Amablemente le dije que no. Cualquier invitación hoy se puede tomar como un soborno y una cerveza era un precio demasiado barato. Estábamos en público y lo entendió sin rechistar. Pagué y salimos a pasear.

Fuimos por Bernauer en dirección a su joyería. Me habló del collar que compré, me preguntó qué le había parecido a mi esposa. No sé si no sabía el nombre de Heidi o no quiso decirlo. Si tuviera que apostar lo haría por la segunda opción. Dudo que perdiera. Me habló de los tiempos que corren, de como está la ciudad y el país, etc. Conversaciones de ascensor hasta que se metió en temas más personales, justo al tiempo que nos acercábamos a la joyería.

Nos detuvimos a la altura de su comercio justo en la acera de enfrente. El joyero saco un cigarrillo y me invitó a otro. No suelo firmar cigarrillos pero se lo acepté. No creo que nadie pueda considerarlo un soborno. En cuanto encendimos y le dio la primera calada, de su interior empezó a surgir, como el humo del cigarro, todos los pensamientos y sentimientos que llevaba rumiando. Creo que lo tenía más que pensado y pese a su aparente tranquilidad los nervios debía llevarlos por dentro. Ese cigarrillo fue su bálsamo y el pistoletazo de salida de su discurso.

Me ha contado que su padre se llamaba Bernard, cómo él. Y su abuelo. Y su bisabuelo, que fue quien fundó la joyería. Es la cuarta generación de joyeros y está bien orgulloso de serlo. Me hizo notar que la joyería no tiene nombre. Todo el mundo la conoce como la joyería de la calle Bernauer. Ni siquiera la joyería de Bernard, pese a ser el cuarto Bernard que la regentaba. Poca gente sabía su nombre y no tenía problemas con ello. Desde hacía cerca de 100 años aquella era la Joyería de la calle Bernauer, el resto no importaba.

Me contó que ninguna de las dos guerras ha conseguido cerrarla ni destruirla. Ninguna bomba, tanque o granada ha conseguido nunca romper tan siquiera el escaparate. No tienen cristales especialmente reforzados. Nunca han sido una gran joyería en cuanto a precio pero se enorgullece de traer con esmero y cuidado piezas que en pocas joyerías, no sólo de Berlín sino de Alemania entera, tenían. Piezas de una belleza exquisita.

«La discreción me impide contarlo pero le aseguro que hemos tenido personajes muy importantes de Alemania en esta joyería. En todos los tiempos. Tenemos un nombre, pequeño, pero un nombre. Si quieres algo especial y a un precio razonable, la joyería de Bernauer es donde tienes que ir.»

Se le llenó la boca contándolo. Un hombre orgulloso de su pasado, de su presente y de su futuro. Tiene un hijo. Si, otro Bernard. el quinto. Ya está haciendo sus pinitos. Recuerdo un joven callado en la parte de atrás de la joyería cuando fui a comprar el collar y esta tarde le vi tras el mostrador. Miró hacia la calle al ver a su padre pero al no entrar se mantuvo prudente en su puesto a la espera de los clientes. Su futuro, el quinto Bernard. Estábamos llegando al fondo de la cuestión.

Se abrió en canal. No tuvo miramientos. Ha oído del muro, del comité, de mi. Sabe lo que está en marcha y sabe que Bernauer es una da las calles por las que se dibujará la linea que separará un Berlín del otro. Y por supuesto es consciente de que su joyería, la joyería de la familia, puede quedar condenada a la muerte si las cosas discurren como parecen lógicas.

Sabe, o eso cree, que si la linea discurre por donde más lógico resulta su joyería acabará en un Berlín sin dinero, donde la gente tendrá poco dinero para comer y ninguno para comprar joyas. Donde los lujos superfluos además estarán mal vistos. Un Berlín, una Alemania, donde joyerías como la suya no tienen futuro. Donde el quinto Bernard posiblemente no tenga ninguna posibilidad como joyero y tenga que cerrar para sobrevivir. Y no quiere que eso pase.

Sin lágrimas en los ojos, sin súplicas, sin pena. Con la seguridad de estar haciendo lo que debe hacer quien está luchando por su futuro y el de sus hijos. Con total convicción me pidió que tuviera en cuenta su joyería al trazar la linea. Que hiciera lo que estuviera en mi mano y pudiera simplemente para salvar su negocio, el futuro de su familia. No pedía dinero, no pedía más que una linea dibujada un poco más abajo para que su familia pudiera vivir.

Por supuesto se ofreció a darme lo que estuviera en su mano. Joyas o dinero. No tenía mucho pero cualquier cosa que tuviera sería mía porque él sólo quería que su hijo tuviera futuro, el mismo futuro decente y trabajador de las 4 generaciones anteriores. A él le quedaban pocos años para jubilarse y con sus ahorros tenía para poder vivir con tranquilidad, sin lujos, lo que a su esposa y a él les quedara de vida. Todo eso sería mío, su futuro sería mío, a cambio del futuro de sus hijos.

El no lloró ni un instante. Yo me derrumbé en lágrimas por dentro. Ni una se vio, pero mi corazón se hizo pequeño y se estremeció. Este hombre lo daba todo por sus hijos. Sin siquiera conocerme ponía sus vidas en mis manos, en el lápiz con el que dibujo las lineas  en el mapa.

He callado durante toda su exposición. El sólo hablaba mirando a su joyería, la joyería de los Bernard. Cuando ha terminado no sabía qué decir. Quería quitarle ese pesar de encima. Quería decirle que si todo salía según lo previsto su joyería, junto al resto de comercios, quedaría en el lado que le interesa. Quería tranquilizarle pero no era el momento. No podía. No podía afirmar nada. Tenía que negar la mayor. Debía denunciarle. No sólo por la información que tenía sobre el muro sino por intentar sobornar a un funcionario público. Pero no podía. Este hombre sólo quería lo mejor para su familia sin perjudicar a nadie.

Me limité a decirle que esta conversación no se había producido jamás. Que siguiera su camino mientras yo seguía el mío. Que si volvía a escucharle de nuevo con alguna historia similar tendría que denunciarle. Le dije que se marchara a su tienda con su hijo. Sin más. Me miró por primera vez fijamente a los ojos. Cerré cualquier resquicio para que no pudiera ver mis pensamientos. Al parecer lo logré. No volvió a hablar. No me dio la mano. Se giró hacia la tienda y desapareció en la trastienda, dejándome el corazón destrozado y con mil pensamientos en la cabeza.


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